Introducción

El cementerio como lo conocemos actualmente es una tipología que surge en el siglo XVIII. Hasta ese momento las costumbres funerarias pasaban por la inhumación en cementerios parroquiales, adosados a las parroquias, cuando no en el interior de las propias iglesias. Durante el siglo XVIII, algunos de estos cementerios se saturaron debido al incremento de la población y generaron problemas de malos olores y propagación de enfermedades e infecciones. Por ello, la mayor parte de los países europeos prohibió los enterramientos en las iglesias y ordenó la construcción de cementerios extramuros. En este contexto debe entenderse la Real Cédula de 3 de abril de 1787, por la que el rey Carlos III mandaba construir cementerios fuera de poblado para proceder a los enterramientos de acuerdo al Ritual Romano. La sucesiva promulgación de Reales Órdenes y Decretos dan idea de la escasa aceptación de la normativa, que además se vio dificultada en los inicios del siglo XIX por la Guerra de la Independencia.

Tras el conflicto bélico se reanudaron las iniciativas para la construcción de estos recintos y la legislación fue cada vez más minuciosa evolucionando a lo largo del siglo con un doble objetivo: establecer las condiciones a cumplir por parte de estas instalaciones y secularizar un servicio controlado en principio por el poder eclesiástico, con vistas a su mejora. Las Reales Ordenes reglamentaron la ubicación y el tipo de suelo en el que debían erigirse los cementerios, su forma de cerramiento, la distancia respecto al recinto urbano, las dimensiones mínimas, el tamaño de las sepulturas y las dependencias con las que debían contar: casa para el conserje-sepulturero y/o el capellán, iglesia, sala de autopsias, depósito de cadáveres y cementerio de disidentes o cementerio civil, independiente del recinto confesional católico y con entrada propia. Con todo ello sentaron definitivamente las bases para la construcción de los cementerios decimonónicos.